Para los Dioses el tiempo era tan efímero como un suspiro, los días en que solían caminar sobre la tierra eran cortos comparados con el miedo mortal que podían respirar cuando caminaban entre ellos.
Hacia mucho tiempo que Hades y Poseidon no se encontraban de frente en alguna de aquellas Eras. El señor del Inframundo podía continuar usando cuerpos para proteger el divino suyo; sin embargo, los rostros que usaba Poseidon aunque continuamente cambiaban, siempre tenían aquella mirada de mar y cabello azul cielo, porque él usaba siempre a un miembro de la familia Solo.
En aquél momento el emperador de los siete mares se desplazaba por el Inframundo en busca de llegar al templo de su hermano y rememorar aquellas míticos experiencias, que tantas risas burlonas y sonrisas forzadas habían desencadenado en su semblante.
Julian Solo, como recipiente de Poseidon, se colocó frente a la puerta del inmeso templo de Hades con la intensión de entrar de lleno y cruzar algunos saludos inmortales con el amor y señor; sin embargo, sintió no muy lejos la presencia de uno de aquellos guardianes del Hades, alguien a quien no conocía de nombre pero que reconocía de vista.